Una
de las notas características que definen al ser humano es la palabra. En el proceso de
hominización fue ésta un factor decisivo. La palabra es el espíritu articulado, un
fenómeno espiritual físicamente experimentable, que en convergencia con otros cambios
genéticos de la especie, como la oposición del pulgar, el caminar erectos y el
desarrollo del cerebro, hicieron posible la aparición de un ser con conciencia, capaz de
expresarse en libertad de una manera nueva, a través de la palabra. Así pues, más allá
del dualismo antropológico de matriz griega y más en consonancia con la concepción del
hombre de la tradición hebrea, considerar al hombre mismo como una palabra nos permite
vincularlo a Aquél que desde el principio existía como Palabra, y que siendo Dios, se
hizo hombre, de modo que todo lo humano lleva en sus entrañas desde entonces el sello de
lo divino y el don de ser palabra.
Sobre
este trasfondo podemos acercarnos hoy a la parábola del sembrador en la versión de san
Mateo (Mt 13,1-23) para reflexionar sobre nuestra propia vida y preguntarnos qué tipo de
palabra somos. La conocida parábola en labios de Jesús, con su asombrosa sencillez,
podría ser, en primer lugar, como una representación de toda vida humana y de las
diversas actitudes respecto a los dones recibidos, a las virtudes que cada uno tiene, y al
desarrollo de nuestras cualidades personales. Nos podemos preguntar qué calidad de
semilla y de palabra hay en nosotros, por dónde va creciendo tal semilla y si, de hecho,
estamos en producción, independientemente de cuánto producimos. En segundo lugar, y
desde una consideración específicamente cristiana, con la explicación alegórica que el
mismo evangelio presenta, podemos plantearnos en qué medida la palabra del Reino, el
mensaje principal de Jesús, va calando en cada uno de nosotros, tomando cuerpo en nuestra
existencia hasta el punto de convertirnos también en Palabra viva y eficaz del Reino
proclamado y prometido en las Bienaventuranzas, un Reino de Dios que pertenece a los
pobres y que producirá un cambio radical de la situación social de nuestro mundo con la
manifestación del nuevo orden en el que impere la justicia, florezcan la paz y la
libertad y toda persona pueda vivir en las condiciones de igualdad de lo que todos los
seres humanos somos: hijos e hijas de Dios.
Nuestra
vida como palabra y nuestro cristianismo como evangelio pueden crecer en las diversas
formas que la parábola nos describe. La palabra junto al camino es la que por quedarse en
la superficie fácilmente se la lleva cualquier viento o la última moda. Es la vida y el
cristianismo superficial, en la que si no penetra el rejón de labranza para dejar la
tierra mullida y permeable, no puede fructificar. La palabra entre las piedras es la
palabra hueca, sin raíz, es una palabra chispeante, como una burbuja o como fuegos de
artificio, sin ninguna profundidad. Es la vida y la religión light, que, a pesar
de la alegría aparente, sucumbe ante cualquier dificultad, exigencia o compromiso. Si con
las piedras no se hace una limpieza a fondo, tampoco es posible crecer. La palabra entre
zarzas es la vida humana sometida a los agobios del sistema vigente, al imperio de los
criterios consumistas de la sociedad capitalista, a la seducción engañosa de la riqueza,
a la aspiración suprema del tener y acaparar bienes, valor primordial y sustantivo de las
sociedades acomodadas. Es la vida y la religión consumista incapaz de hacer crecer el
reino.
El
mensaje de Jesús muestra la necesidad de escuchar y de comprender la Palabra, de echar
raíces y de fortalecerse, para dar fruto. Éste es el talante requerido por Jesús para
que nuestras vidas sean productivas. En San Mateo el protagonismo del Evangelio lo tiene
la palabra. El Concilio Vaticano II nos recuerda que la palabra constituye junto al
sacramento eucarístico el auténtico pan de vida que la Iglesia venera y distribuye desde
su origen, recuperando así los dos elementos esenciales de la vida religiosa de los
cristianos. Es necesario por tanto revitalizar el cristianismo como religión de la
palabra. Para ello se requiere potenciar al máximo los medios que permitan reactivar en
la Iglesia la capacidad de escucha, el conocimiento y la comprensión del Evangelio, meter
el rejón en la tierra para cavar hondo, sacar las piedras y limpiar las zarzas. Sólo
así será la Iglesia instrumento al servicio del Reino en el cual está puesta la
esperanza inquebrantable de los hijos de Dios.
Quiero
concluir con un motivo extraordinario de alegría y agradecimiento a Dios que está
viviendo la comunidad cristiana diocesana en estos primeros domingos del verano: la
ordenación sacerdotal de un grupo de jóvenes. Enhorabuena a David, José Miguel,
Francisco Javier, Antonio, Javier y Juan José. Que seáis tierra buena para la palabra
del Reino que os está confiando.