La comunidad
eclesial concentra hoy su atención en la contemplación de un
misterio entrañable de la tradición cristiana que arranca de la
noche misma en que Jesús fue entregado en la víspera de su muerte:
la Eucaristía como cena del Señor. En este día la Iglesia se
remonta a lo más prístino de su historia para poner de relieve que
la Eucaristía es la cumbre y la fuente de toda su actividad.
Los gestos y las
palabras sobre el pan y la copa están contenidos en los relatos
bíblicos de aquella cena pascual, de los cuales se reproduce
armónicamente una síntesis antológica en la liturgia eucarística
católica, la cual combina la diversidad de elementos de la
pluralidad de versiones del Nuevo Testamento sobre aquel momento
trascendental. Los cuatro testimonios de que disponemos en los
tres primeros evangelios y en la primera carta a los corintios
reflejan al menos dos corrientes de la tradición primitiva de la
Iglesia, una de Antioquía de Siria, recogida en 1 Cor 11,23-26 y
Lc 22,15-20, y otra, de origen palestinense, transmitida por Mc
14,22-25 y Mt 26,26-29. Junto a esa rica y hermosa pluralidad
eclesial plasmada en textos que, por su carácter litúrgico,
tenderían a ser hieráticos y uniformes, hoy quisiera resaltar uno
de los aspectos comunes en la tradición múltiple: los gestos y las
palabras de Jesús sobre el pan. La convergencia de todas las
versiones neotestamentarias constata que él tomó un pan, lo partió
y dijo: “Esto es mi cuerpo”.
Los gestos se
transparentan en las palabras y éstas iluminan los gestos. El pan
que se bendice es experimentado como don de Dios. Pero Jesús, al
partirlo, lo vincula estrechamente a su trayectoria de amor y de
servicio que culminará con su muerte injusta y violenta en la
cruz. No es ya sólo un pan, sino un pan al que le ocurre algo. Se
trata de un pan roto, un pan partido. Sobre este pan troceado es
sobre el que Jesús declara esas palabras. Ese pan, ya partido,
prefigura lo que será su muerte como expresión de la vida que se
entrega por amor. El pan partido es ya mucho más que pan. Es
palabra que revela el amor hasta la muerte de Jesús. Es sacramento
que transparenta y hace visible aquel amor. Es cuerpo que suscita
en los quienes lo comparten el dinamismo existencial de la entrega
de la vida por el prójimo. Jesús hace de aquel momento el signo
fundamental de su existencia. Su fuerza simbólica fue percibida
desde el principio por sus discípulos y se convirtió en el
memorial del amor sacrificial de Cristo, en anuncio de su
resurrección de la muerte, en expresión de la comunión fraterna y
solidaria entre los creyentes y en signo por excelencia del Reino
de Dios. Este significado profundo hace de la Eucaristía cristiana
un sacramento de la presencia viva de Jesús.
Así pues, el pan
partido está íntimamente asociado al cuerpo roto del crucificado.
Es su signo visible. Por eso todo cuerpo roto de este mundo se
concita en el pan eucarístico. Y toda vida humana rota por el
sufrimiento forma parte del pan amasado en el dolor del cuerpo de
Cristo crucificado. Cuando hoy la comunidad cristiana expresa su
veneración del pan partido debe renovar también su consagración a
los cuerpos rotos por la enfermedad o por la violencia, por
la injusticia y por la desigualdad. De lo contrario está profanando
el pan eucarístico y, según las palabras de Pablo, está bebiendo
su propia condena.