El fenómeno prodigioso de la luz en esta cuenca mediterránea y en
todas las regiones del planeta de semejantes latitudes es de una
belleza sin igual. El trayecto de la tierra en su órbita solar
propicia un decurso polifacético del tiempo que hace posible que
cada día del año sea distinto a todos los demás. La variedad
climática de las cuatro estaciones, la infinidad de matices en el
fulgor de la luz diurna, el alargamiento progresivo del día respecto
a la noche y su correspondiente decrecimiento en un ciclo anual
constituyen una riqueza extraordinaria en el ritmo biológico del ser
humano. En estos parajes del mundo se experimenta el amanecer como
un lento espectáculo de luz que se va adueñando de la tierra. Esa
luz que precede a la salida del sol es la aurora. En el relato
bíblico de la creación la luz es la primera de las criaturas creada
por la poderosa voz de Dios (Gén 1,3). La aparición de la luz en el
primer día de la creación empieza a dar forma al universo y precede
a la aparición del sol, la lumbrera mayor creada en el día cuarto (Gén
1,16). Parece como que aquella primera aurora, el primer destello de
Dios, cumpliera una función distinta a la de iluminar y regular el
día y la noche. Sobre la tierra caótica resonó el Espíritu de Dios,
se articuló la primera palabra y la luz existió. Era la aurora del
mundo y el buen Dios iba en ella.
Esa misma aurora es la que Lucas evoca en el final del cántico de
Zacarías (Lc 1,68-79) cuando dice "gracias a las entrañas
de misericordia de nuestro Dios, desde lo alto, se desvelará por
nosotros una aurora, para iluminar a los que viven en
tiniebla y sombra de muerte, para encaminar nuestros pasos hacia
un sendero de paz." (Lc 1,78-79). No se trata del sol, sino
de la aurora que lo precede, no es el astro de la luz, sino Dios
mismo en cuanto luz quien se desvela por los hombres en virtud de su
amor entrañable.
Estas palabras del evangelio de Lucas se cumplen en el día de la
resurrección. Al amanecer del primer día de la nueva creación, de
madrugada, como la aurora luminosa de la primera creación, Cristo
resucitado ilumina a los que viven en el caos de la muerte y hace
posible un nuevo orden en la historia de la humanidad. Jesús, el
Hijo de Dios crucificado ha resucitado. El Señor Jesús es la aurora
Pascual. Él es la luz que vence a la sombra, de igual modo que el
día primaveral es ya más largo que la noche. Esta luz de la
primavera desde este paralelo del globo terrestre anuncia el triunfo
de Cristo sobre las tinieblas del mundo.
La resurrección es la intervención definitiva de Dios en la
historia que ha suscitado una transformación cualitativa de la vida
humana. Dios ha sellado la vida del crucificado con una victoria
decisiva. Las señales corporales de Jesús, las marcas de su
crucifixión en las manos y el costado muestran la continuidad entre
el Jesús histórico y el resucitado. Sin embargo el Resucitado marca
una discontinuidad con la historia del común de los mortales, ya que
la novedad de vida que él tiene y que comunica a los humanos ya no
está sometida a la muerte y es eterna. Así se pone de relieve que el
espíritu de amor y de entrega que vivió Jesús en su vida mortal, su
mensaje de verdad y de justicia, de perdón y de paz no podía quedar
retenido en la tumba de la muerte. Por eso Dios lo resucitó de entre
los muertos y a través de él sigue generando y comunicando vida, paz
y fraternidad entre los hombres. En medio del sufrimiento y del
dolor de la vida humana podemos proclamar a los cuatro vientos:
¡Otro mundo es posible! ¡El Resucitado lo ha inaugurado! Hoy es la
aurora de la nueva creación.