La fe en el Resucitado es fuente de alegría regeneradora de la vida humana. Probablemente
no haya otro texto mejor en el Nuevo Testamento para reflejar esta experiencia que el
prólogo de la Carta primera de Pedro (1 Pe 1,3-12). Éste es una especie de himno a la
alegría espiritual de los cristianos.
La alabanza a Dios brota de
la vivencia de la regeneración llevada a cabo en los creyentes gracias a la resurrección
de Jesucristo. La regeneración parte de la vivencia del perdón misericordioso de Dios e
implica en los cristianos una vida plena de esperanza y de alegría.
Pero en el centro del
prólogo petrino se destaca el contraste entre la vivencia profunda de la alegría y la
cruda realidad del sufrimiento. La fe en Jesucristo suscita una alegría inefable que ni
siquiera las condiciones adversas de la vida humana pueden arrebatar. Es la alegría en
medio de la prueba del sufrimiento, aspecto paradójico del testimonio cristiano (1 Pe
4,13). Las vicisitudes propias del momento presente constituyen una oportunidad
extraordinaria para acrisolar la fe, para hacer desarrollar una fe que se concentre en el
amor entrañable a Jesucristo resucitado, fuente inagotable de la alegría y primicia de
la salvación.
Realmente el crisol de la
autenticidad de la fe es el sufrimiento, sobre todo, el sufrimiento que va asociado a la
solidaridad con las víctimas de la injusticia humana y al talante de hacer siempre el
bien a los demás. La fe significa la convicción profunda de realidades que no se ven y
la garantía de las que se esperan (Heb 11,1). En 1 Pe 1,7-8 esa realidad se refiere a la
vinculación amorosa del creyente con la persona de Jesucristo. En la comunión personal
con Cristo y en la adhesión firme a su pasión como manifestación extrema del amor
radica la autenticidad de la fe. Para los cristianos de la segunda generación y para
nosotros, que tampoco hemos visto al Jesús histórico, la fe significa no sólo creer en
aquél a quien no hemos visto y amarlo, sino también creer que lo que Jesús hizo y
vivió, sobre todo a través de su pasión hasta la muerte, es fuente de vida y de
alegría.
Con la imagen del
aquilatamiento del oro, el más precioso de los metales, se pone de relieve lo más
genuino de la fe cristiana, pues la prueba de fuego de la fe es el sufrimiento y el dolor.
Pero esto no porque el sufrimiento sea bueno, sino porque en los diversos sufrimientos de
la vida humana se acrisolan las actitudes y los valores más dignos de la existencia
verdaderamente humana, tales como el amor a fondo perdido a los enfermos, la solidaridad
con los excluidos de la tierra y la lucha incansable a favor de los más pobres, pues
todos estos son, en realidad, los crucificados del presente. En la confrontación con
tanto dolor y tantas penas de la vida se puede mostrar la excelencia incomparable de la fe
auténtica, la cual es portadora de una alegría inefable y de una resistencia
incombustible. La alegría se convierte así en un signo escatológico que va abriendo
caminos de liberación en la historia hacia la salvación definitiva como meta última de
la fe.
José Cervantes Gabarrón,
sacerdote y profesor de Sagrada Escritura,
director de la revista "Reseña Bíblica"