Los textos bíblicos de este domingo son de estilo apocalíptico. En el
libro de Daniel se advierten los "tiempos difíciles" (Dn 12,1-3) y el
evangelista Marcos habla de grandes catástrofes (Mc 13,24-32) en el discurso
escatológico. Los detalles del género literario apocalíptico están cargados de
fuerza y chocan con nuestra imaginación y puede que también choquen con nuestra
idea de Dios, pero revelan a un tiempo la realidad del comienzo definitivo del
nuevo día de Dios en la historia humana y que alcanza al más allá de la
historia. Es posible que nos resulten extraños los elementos portentosos de este
lenguaje. Vendrán grandes terremotos, epidemias y hambres en distintos países,
calamidades espantosas y grandes señales en el cielo. Habrá guerras y noticias
de guerras... Este lenguaje catastrofista es propio de la apocalíptica y
pretende revelar al hombre, mediante visiones y señales, la verdad última y
decisiva de la historia humana desde la perspectiva de Dios. Pero el
apocalíptico cristiano no es principalmente un pregonero de desastres
históricos, sucedidos o que vayan a suceder, sino más bien el profeta que
percibe la historia del mal y de los desastres que ya existen desde la
perspectiva de quienes los sufren como víctimas. Y sólo desde el lado de los
sufrientes, puede "revelar" un nuevo horizonte que rompe con la marcha del
devenir de la historia.
Cada día es más catastrófica la pobreza y la miseria del tercer mundo, la
injusticia social, la desigualdad económica, la opresión política de los pueblos
empobrecidos, la explotación de los inmigrantes y su exclusión sistemática
legitimada por leyes injustas de los Estados democráticos.
Sólo desde una perspectiva de solidaridad con las víctimas se vislumbra un
horizonte último de esperanza. Es el horizonte donde aparece un Hombre nuevo, el
Hijo del Hombre, el que viene con potencia convulsionando la marcha
aparentemente tranquila de la historia humana pero realmente cuajada de
catástrofes y desastres. La verdad profunda de este lenguaje apocalíptico es que
el fin del mundo no será ni lo último ni la plenitud consumada de lo que ahora
existe. La realidad dolorosa y cotidiana de miles de seres humanos para los que
cada amanecer se convierte en una amenaza tampoco es lo definitivo. Es en esas
circunstancias donde un apocalíptico, realmente solidario con el dolor, anuncia
proféticamente la liberación que traerá el Hijo del Hombre con su venida. La
humanidad no está sometida a un destino fatal, sino que está llamada a una
liberación radical. Lo definitivo no son las señales ni las visiones sino la
palabra de Jesús. La victoria de los cristianos en este mundo es esa palabra
cuya autoridad y cuya verdad nadie podrá refutar ni sofocar. Por eso, en la
palabra, en la vida y en la hora del sufrimiento de los testigos se va
anticipando lo decisivo del Reino.
Entre esos testimonios merece una mención especial, en el aniversario de su
muerte, hoy hace catorce años, Ignacio Ellacuría y sus acompañantes, que fueron
asesinados en San Salvador por enfrentarse a través de la palabra, con la
valentía y la lucidez que emanan del Evangelio, a los poderosos de aquella
sociedad, a los opresores y explotadores de los empobrecidos de El Salvador. Su
muerte violenta e injusta sigue siendo hoy exponente del desastre social que
impera en Latinoamérica y, al mismo tiempo, un testimonio excepcional de
compromiso vital y de lucha por la justicia del Reino de Dios.