La
Campaña contra el Hambre gestionada por Manos Unidas nos da cuenta una vez más de un
desequilibrio radical del planeta, de un seísmo social en el que sucumben diariamente
35.000 niños por causas directamente relacionadas con la pobreza. Es posible que esto ya
no sea una noticia, pero no por ello deja de ser la realidad prioritaria a la que hemos de
responder como seres humanos. La distribución tremendamente injusta de la riqueza en el
mundo no es un problema ocasional ni coyuntural, sino estructural. Que el 15% de la
población acapare el 79% de la riqueza mundial mientras el 85% malviva con el 21%
restante es un cataclismo que diariamente se cobra muchas vidas humanas de los pobres y
desheredados de la tierra. No son placas tectónicas que se mueven sino bases piramidales
de seres humanos que se hunden en la miseria del hambre las que sufren la conmoción
universal que genera la injusticia de los opresores. Son millones de personas para las que
el mundo se está hundiendo en un terremoto de intensidad creciente y de magnitud
planetaria.
En
el evangelio de este domingo (Mt 5, 13-16) dice Jesús a quienes antes había proclamado
dichosos por su fidelidad al Reino en favor de los pobres: "Vosotros sois la luz
del mundo". El profeta Isaías indica exactamente de qué luz se trata: "El
ayuno que yo quiero es éste: que abras las prisiones injustas, que desates las correas
del yugo, que dejes libres a los oprimidos, que acabes con todas las tiranías, que
compartas tu pan con el hambriento, que albergues a los pobres sin techo, que proporciones
vestido al desnudo y que no te desentiendas de tus semejantes. Entonces brillará tu luz
como la aurora y tus heridas sanarán enseguida, te abrirá camino la justicia y te
seguirá la gloria del Señor" (Is 58,6-10). Cuando las prácticas de
piedad, como el ayuno, y las manifestaciones públicas de contenido religioso no van
acompañadas de las actitudes y de las obras correspondientes a las bienaventuranzas del
Evangelio, la religión se desvirtúa como la sal y no sirve para nada. El ayuno que Dios
quiere es que alejemos de nosotros toda opresión y todo tipo de calumnias y amenazas, que
compartamos el pan con el hambriento y ayudemos a los indigentes. Sólo entonces los
discípulos se convierten en luz del mundo. La procesión que Dios quiere es aquélla en
la que se abre paso la justicia (Sal 85,14) y resplandece el trono y la gloria de Dios,
sostenidos por la justicia y el derecho (Sal 97, 2). Y es que los pobres constituyen la
prioridad del mensaje de Jesús (Mt 5,3; Lc 4,18).
Junto
a las obras particulares de solidaridad y misericordia que en la vida cotidiana hemos de
realizar, es importante que aunemos esfuerzos para actuaciones conjuntas y organizadas en
la lucha contra la pobreza estructural. Reiteramos nuestro apoyo a la campaña de la
condonación de la deuda externa de los países pobres y a las iniciativas de las ONGd que
promueven el desarrollo de los pueblos. Hagamos memoria hoy especialmente de las
religiosas asesinadas recientemente en Sierra Leona y de los religiosos allí secuestrados
y perseguidos por ser fieles a la causa de los pobres. Ellos son la luz más brillante de
la aurora de la Iglesia. Dichosos todos ellos, pues, en la vida y en la muerte, el Reino
les pertenece. Y estemos atentos y seamos más críticos desde el evangelio con nuestra
propia Iglesia cuando su sal se desvirtúa, pues una Iglesia formalista y
contemporizadora, que adolece de firmeza profética y pierde radicalidad evangélica, que
se presta al juego social y al entretenimiento religioso, puede dejar de ser luz del mundo
y sal de la tierra.