¿Podemos imaginar a alguien que irrumpiera
diciendo esto en una iglesia a punto de empezar una ceremonia solemne y multitudinaria?
¿Y si además interviniera tirando por tierra los preparativos para tal evento?
Candelabros, flores, las ropas de los oficiantes, los utensilios litúrgicos y hasta las
cámaras y monitores de televisión montados para la ocasión. Todo estaba preparado para
que el acto resultase un modelo de ritual y además lo pareciera. De repente todo se viene
abajo porque un incontrolado, al parecer radical, ha dicho: !Aquí no se dice misa!
Pues algo así debió suceder cuando Jesús
entró en la ciudad de Jerusalén, directamente en el templo según nos cuenta el
evangelio de Marcos, y arremetió contra los que, comprando o vendiendo, habían
convertido el templo en un comercio y en un espacio de explotación económica del mercado
religioso. Jesús ponía en evidencia la injusticia enmascarada por el culto. El templo
con su organización era ya como un refugio de ladrones. Esto provocó la indignación de
las autoridades, especialmente de aquellos que vivían a costa de la religión, es decir,
la aristocracia sacerdotal y los letrados. Estos dos grupos de poder, denunciados
abiertamente por Jesús y temerosos de él y de lo que pudiera suscitar entre la gente,
buscan inmediatamente el modo de eliminarlo. Quienes ostentan el poder no pueden soportar
la libertad y la autoridad moral de quien defiende y proclama la verdad. Por eso Jesús no
tiene éxito en Jerusalén. Su presencia suscita el conflicto. Su autoridad, acreditada
por sus obras y palabras, se enfrenta a los que ejercen el poder y no permiten que éste
se ponga en cuestión. El evangelio de Marcos muestra a un Jesús incomprendido cuyo
enfrentamiento a la ciudad santa (Mc 11-12) le conducirá a la muerte en la cruz.
Éste es el contexto de conflicto provocado
por la denuncia profética de Jesús al aparato religioso. La ofensiva de los dirigentes
contra él no se hace esperar y, mientras se va planteando progresivamente la verdadera
identidad de Jesús, se va desvelando la prepotencia y la arbitrariedad de los sumos
sacerdotes (Mc 11,18), la pretensión de incuestionabilidad de su autoridad (Mc 11,27-33)
y, sobre todo, su envidia asesina mediante la parábola de los viñadores homicidas (Mc
12, 1-12). En este contexto tiene lugar la discusión entre Jesús y el escriba fariseo
acerca del mandamiento fundamental de la ley (Mc 12,28-34).
Jesús remite a la fe fundamental de Israel
en la soberanía de Dios como único Señor, de la que emana el primer mandamiento de
amarlo con todas las fuerzas (Dt 6,4-5). La novedad de la respuesta de Jesús consiste en
unir al primero el mandato del amor al «prójimo» (Lv 19,18) que, desde el paralelo
lucano del buen samaritano, se hace extensivo a todo ser humano necesitado. Dar prioridad
absoluta a estos mandamientos era establecer que el verdadero culto a Dios pasa
necesariamente por el amor al prójimo, relativizando la multitud de normas y preceptos en
los que, según la interpretación farisea de la ley, se expresaba la voluntad de Dios.
Así lo entiende el letrado, que ha comprendido la crítica radical de Jesús al culto del
templo y a la mentira enmascarada de los dirigentes religiosos. Entendiendo esto, él no
está lejos del Reino de Dios... pero le falta todavía algo más. Para entrar en el Reino
de Dios es necesario descubrir que Jesús es el Hijo de Dios, vivir como
discípulo suyo el culto auténtico, y actuar según el doble mandamiento
fundamental de Jesús.