En
nochevieja muchos participábamos casi ineludiblemente en el rito colectivo de las uvas al
son de las doce campanadas que inauguraban el último año del segundo milenio. Las
campanadas de la "suerte" constituyen una especie de rito que puede para
asomarnos a una coordenada trascendental de la existencia humana: el paso del tiempo. El
rito de las uvas expresa los deseos de suerte y de prosperidad para el año que comienza
con gestos primordiales de la vida. Comer, beber y compartir, brindar con uvas y con vino
son gestos que pertenecen, sin duda, a los rituales básicos de la fiesta humana en todas
las culturas. Y con ellos se augura la felicidad en el año nuevo, como si las vivencias
de los meses venideros se anunciaran en cada campanada y, en cierto modo, la vida
estuviese condensada en cada grano.
Si
trascendemos los gestos primordiales podemos encontrarnos con el sentido del rito.
Si nos emocionamos sólo con gustar las uvas y saborear el vino, con oír las campanas y
con besar a otras personas, entonces es que los sentidos transmiten algo más y son
como un rumor de ángeles, que nos anuncia la presencia de algo grandioso y estremecedor,
permitiéndonos vislumbrar la alegría última y hacer fiesta por ella. Si en el monótono
resonar de las horas marcando el paso inexorable del tiempo somos capaces de captar más
bien por qué y por quién tañen las campanas, experimentaremos realmente la
trascendencia del tiempo y su valor para el ser humano. Pero lejos de divinizar el tiempo
y de concederle la potestad de marcar nuestro destino y nuestra suerte, hemos de valorarlo
en su justa medida, conscientes de que su importancia radica en ofrecernos la posibilidad
de crecer como personas con dignidad y en libertad, desarrollando nuestras potencialidades
en la construcción de un mundo más justo y en paz, pero sabiendo que el Señor del
tiempo no es el hombre sino Dios.
La
fiesta del año nuevo en el marco de la Navidad cristiana celebra, además, el nacimiento
de Jesús como el comienzo de un nuevo tiempo y definitivo en la historia humana que viene
marcado por la presencia en esta tierra de un Dios cuya Palabra se ha hecho Hombre (Jn
1,1-18). En Jesucristo el proyecto de Dios alcanzó su culminación en la historia. Desde
Él, nuestro tiempo se mide de otro modo, y cada año, cada día, cada momento es tiempo
de gracia. María, la Madre de Dios, es la llena de gracia por haber sido elegida y
destinada por Dios para que, dejándose impregnar por el Espíritu engendrara y diera a
luz a Jesucristo. Pues lo mismo que en María, en la carta a los Efesios (Ef 1,3-6) el
derroche de gracia se hace extensivo a todos los creyentes, de modo que, sintiéndonos
elegidos antes de la creación del mundo y destinados a vivir como hijos del Padre,
participemos de la inmensa alegría de haber sido colmados de gracia por el Hijo y en el
Hijo. En efecto, conocer a Cristo, seguir sus pasos y orientar nuestro futuro según el
suyo, es para sentirnos, como María, verdaderamente dichosos.
La
sabiduría bíblica del Eclesiastés o Qohelet nos revela, además, que Dios "ha
puesto la eternidad en el corazón del hombre" (Ecl 3,11), es decir, el tiempo sin
límites en esta vida terrestre, como un motor que hace que el ser humano siga siempre
adelante contra viento y marea, en medio de los contratiempos de la vida. Esta es otra
dimensión de la gracia cuya fuerza llena de sentido nuestro tiempo. Sabiendo que el
tiempo cristiano se valora por su intensidad y su calidad de vida "eterna" y
como realización del proyecto de Dios sobre el ser humano, os deseo ¡Feliz año de
gracia!