Las
migraciones constituyen una realidad social de primera magnitud en la configuración de
nuestras sociedades, especialmente en Europa y Norteamérica. En la región murciana el
fenómeno migratorio es sumamente relevante pues hace no muchos años la emigración hacia
otros lugares del norte de España y de Europa era frecuente en amplios sectores de
nuestra población. Ahora, sin embargo, se da el mismo fenómeno pero de signo contrario,
ya que esta región se ha convertido en lugar de inmigración. El número de trabajadores
inmigrantes, legales e ilegales, ronda los 17.000, cuyos trabajos en el sector agrícola
resuelven el 30% de la mano de obra asalariada de dicho sector en esta comunidad
autónoma. La mayor parte de ellos procede del Norte de África, a la vez que se constata
un incremento de ecuatorianos, senagaleses y europeos orientales. La precariedad es el
denominador común de las condiciones de vida de estas personas, pues los problemas
laborales, sociales y de vivienda a los que siguen sometidos son tan acuciantes que, a
pesar de los miedos que los acosan por parte de sus amos y empresarios, les ha llevado a
hacer manifestaciones públicas de protesta ante los abusos e injusticias sufridos. No
debe pasarnos desapercibido que los beneficiarios de estas situaciones indignas son
siempre los que de algún modo ostentan el poder económico.
A
esto hay que añadir que la política migratoria de cierre de fronteras vigente en Europa
y en Estados Unidos sólo sirve para hacer de la inmigración un fenómeno clandestino que
agrava los riesgos del éxodo de los emigrantes en su intento de emancipación, de lo cual
las pateras y los espaldas mojadas son claros exponentes. El problema de la inmigración
sólo se puede resolver en serio desde los países desarrollados asumiendo éstos la
responsabilidad de hacer frente a una política internacional que canalice mejor las
ayudas al desarrollo de los pueblos extremadamente pobres, destinando el 20% de la ayuda
internacional, en vez del 10% actual, a programas sociales de educación, salud,
nutrición y agua potable. Al mismo tiempo ha de ser una política que elimine las
dificultades reales del crecimiento económico de los países empobrecidos mediante la
condonación regulada de la deuda externa y la promoción de relaciones comerciales más
justas entre los pueblos.
En
el día del Domund, domingo en que la comunidad eclesial rememora especialmente su
identidad misionera y aviva su compromiso de testimoniar la fe cristiana en el mundo, el
libro del Éxodo nos revela al Dios liberador y compasivo que, al propiciar la salida del
pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, genera un nuevo estilo de vida con nuevas
formas de conducta plasmadas en normas reguladoras de las relaciones sociales propias de
un pueblo libre y solidario. A este código de la Alianza pertenecen también los
preceptos que orientan la actitud y el comportamiento con los extranjeros y con los
pobres: "No oprimirás ni vejarás al emigrante... Si prestas dinero a un pobre que
habita contigo no serás con él un usurero cargándole intereses" (Éx 22,20.25). Al
Dios liberador que se manifiesta en contra de todo tipo de explotación del ser humano, de
los pobres, de los emigrantes, de las mujeres, de las viudas y de los huérfanos, es a
quien Jesús invoca como Padre. El evangelio de Mateo presenta en la polémica de Jesús
con los fariseos y en el templo mismo de Jerusalén la novedad de la enseñanza de Jesús,
la cual no consiste sólo en referir la excelencia de los mandamientos del amor a Dios (Dt
6,5) y del amor al prójimo (Lv 19,18), sino en haberlos unido y asimilado haciendo de
cada uno de ellos el criterio de verificación del otro (Mt 22,34-40), de modo que es del
todo impensable una experiencia cristiana que prescinda o descuide alguna de estas dos
dimensiones. Ante el gran problema de la inmigración, por amor a Dios y al prójimo, los
creyentes debemos promover y apoyar los planteamientos políticos que favorezcan las
condiciones sociales de los inmigrantes y el desarrollo de los países empobrecidos.