La
parábola evangélica de los talentos (Mt 25, 14-30) habla de un hombre que, al irse de
viaje, dio sus bienes a sus siervos, a uno cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada
cual según su capacidad. Cuando regresó, arregló cuentas con ellos. Los dos primeros
habían duplicado los talentos y, por ser fieles y buenos, pasaron a la alegría de su
señor. Pero el tercero, el que sólo había recibido un talento tuvo miedo a la exigencia
de su señor y lo escondió en la tierra, impidiendo así todo tipo de avance y desarrollo
de los bienes recibidos. A éste se le quitó lo que tenía y, por ser un siervo malo y
holgazán fue relegado a las tinieblas, fuera de la alegría de su señor.
La
parábola, más que un elogio de la productividad, representa una llamada exigente a vivir
con sentido de la responsabilidad, pues no importa tanto la cantidad resultante al saldar
las cuentas cuanto el talante de trabajo, el valor del riesgo y el sentido de la
actividad, como expresión de una mística de servicio y responsabilidad en la convicción
de que todo lo que se recibe y de lo que se dispone es un don de Dios y que, al final,
ante él hemos de responder. Por ello el premio es el mismo para todo aquel que sea fiel,
un premio no cuantitativo ni compensatorio de la cantidad producida sino cualitativo y
desbordante: entrar en la alegría del Señor. Sin embargo, para quien vive bajo el miedo
estéril, para quien sólo busca egoístamente su seguridad personal, ni siquiera lo que
ha recibido le permite vivir en un gozo auténtico, pues no ha entrado en esa mística de
la gratuidad, del servicio y de la responsabilidad.
En
el primer evangelio los siervos, encargados de velar por los intereses de su señor hasta
su vuelta, se identifican con los responsables de la iglesia, cuyos talentos no son en
primer lugar las cualidades personales ni las virtudes que les adornan sino los bienes
propios del Señor Jesús, los grandes valores del Reino de Dios, cuya gran riqueza han de
apreciar haciéndolos crecer en esta historia, y por cuyo interés han de velar. Y el gran
talento por excelencia que hay que desarrollar en la Iglesia y del cual se pedirá cuenta
en la comparecencia última ante el Hijo del Hombre es el amor liberador hacia los
últimos, a los excluidos y marginados, a los hambrientos y emigrantes, a las víctimas de
la injusticia social, de la desigualdad económica, de la explotación laboral, de la
opresión política y de la pobreza estructural en la que está sumida la mayor parte de
la humanidad.
Éste
es el gran talento por el que, hace ahora diez años, fueron violentamente asesinados
Ignacio Ellacuría, sus compañeros jesuitas Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Amando
López, Juan Ramón Moreno y Joaquín López y López, una mujer trabajadora llamada Elba
y su hija Celina. Fue en la mañana del 16 de noviembre de 1989 en la Universidad
Centroamericana (UCA) de San Salvador y murieron acribillados a balazos a manos de un
batallón de soldados salvadoreños. Ignacio Ellacuría era el Rector de aquella
Universidad, un testigo ejemplar del compromiso con los pobres de este mundo desde el
rigor del análisis sociopolítico y la altura intelectual del filósofo y teólogo
crítico. Los soldados lo mataron, pero su sangre, y la de los que estaban con él, sigue
produciendo fruto abundante, pues su palabra, su herencia y su causa siguen estimulando y
nutriendo a muchos cristianos y cristianas, que trabajan con ahínco por la
transformación de esta tierra injusta en una tierra fraterna y humana.
Todos
ellos, sufriendo por causa de la justicia, son testigos vivos de la Pasión de Cristo y
partícipes de la alegría de su Señor. Ellos recibirán la corona de la gloria y
nosotros recibimos, a través de ellos, la fuerza del Espíritu que sigue transformando la
vida en muerte, y la muerte en Pasión regeneradora de vida nueva y eterna. A ellos
nuestro recuerdo en el memorial de los cristianos, Pascua del Señor, muerto y resucitado.