Tanto
el cristianismo como el judaísmo sostienen su fe en el Dios de Abrahán, de Isaac y de
Jacob bebiendo de una misma fuente de la revelación, pues la sagrada escritura, como
huella escrita de la palabra de Dios en el Antiguo Testamento, constituye el fundamento
último de la religión y de las tradiciones del pueblo de Israel a lo largo de su
historia y es el punto de partida de la revelación de Dios en Jesús de Nazaret para la
comunidad cristiana. Uno de los textos más importantes en ambas tradiciones religiosas es
el oráculo de la nueva Alianza del profeta Jeremías (Jr 31,31-34) cuya lectura atenta
ensancha el corazón del ser humano en su búsqueda balbuceante de Dios. El Nuevo
Testamento pone de manifiesto el alcance y la trascendencia de dicho texto en Hebreos
8,8-12 donde la cita de Jr 31, levemente modificada, constituye la referencia más amplia
del Antiguo Testamento en el Nuevo.
Así
será la nueva Alianza de Dios con su pueblo: "Oráculo del Señor: Meteré mi ley
en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y
no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: Reconoce al
Señor. Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande - oráculo del Señor -
cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados" (Jr 31,33-34).
La
novedad religiosa anunciada es prenda del patrimonio común heredado por judíos y
cristianos y quizá ésta pueda ser la instancia crítica permanente en las dos religiones
bíblicas y en su mutua relación y acercamiento. Por otra parte, el carácter abierto y
universalista de la nueva Alianza supone el reconocimiento de la presencia misteriosa del
Espíritu en toda persona más allá de su credo religioso pues la conciencia constituye
el lugar sagrado e inviolable de todo ser humano en su cita íntima y a veces
imperceptible con Dios.
Con
el estímulo para el acercamiento entre judíos y cristianos que ha supuesto la reciente
visita de Juan Pablo II a Israel es conveniente recordar la nueva postura que la Iglesia
adoptaba ante los judíos a partir de Juan XXIII y que quedó reflejada en la Declaración
Nostra Aetate del Concilio Vaticano II. En ella se hace una valoración
extraordinaria del patrimonio espiritual común a judíos y cristianos, se recomienda el
diálogo fraterno entre ambas religiones, especialmente a través de los estudios
bíblicos y teológicos, y se exhorta a los cristianos a erradicar hasta la más mínima
expresión de antisemitismo. Esta nueva actitud de la Iglesia ha sido extraordinariamente
impulsada por el Papa actual y se ha puesto de relieve con su visita a la Gran Sinagoga de
Roma en 1986, con el establecimiento de relaciones diplomáticas de la Santa Sede con
Israel en 1993 y finalmente con su peregrinación a Israel en el pasado mes de marzo. Es
muy grato constatar que la relación de los cristianos con los judíos, nuestros
"hermanos mayores" ha cambiado radicalmente, pero ha de seguir avanzando en el
acercamiento entre las dos religiones hermanas. Creo que la vivencia de ambas religiones
en clave de nueva Alianza puede representar un paso considerable en el mutuo acercamiento.
La
Alianza prometida en Jeremías y cumplida en el Nuevo Testamento es de una novedad radical
y comporta otra forma de entender y vivir la religión. No se trata meramente de una
religión más sino de otra concepción de la religión. La Nueva Alianza implica la
sustitución del régimen y de las instituciones religiosas antiguas por una nueva
relación personal establecida por Dios con los miembros de su pueblo y con toda la
humanidad. La carta a los Hebreos hace explícita la caducidad e insuficiencia de todo
santuario hecho por manos humanas, del culto exterior y repetitivo y de los sacrificios
rituales y anuales. Todo ello es ineficaz porque no lleva al hombre hasta Dios, y esta
valoración crítica se puede aplicar a toda manifestación religiosa puramente externa,
tanto judía como cristiana. En cambio la nueva Alianza inaugurada irreversiblemente por
Cristo consiste en la participación de todo corazón humano en la misma transformación
espiritual que Jesús llevó a cabo con la entrega de la propia vida, abriéndose al
Espíritu de Dios en medio del sufrimiento injusto de su pasión. La transformación del
corazón humano, experimentada y comunicada por Cristo a todo ser humano es el dinamismo
del amor inscrito en el interior de cada persona y mediante el cual todos, hombres y
mujeres, grandes y pequeños, judíos y cristianos, tenemos acceso a Dios gracias a
Jesús, único mediador de la Alianza Nueva, pues cuando Él era levantado de la tierra,
tiraba de todos hacia Dios. Éste es el misterio Pascual que los cristianos nos disponemos
a celebrar próximamente.