"La alegría de la esperanza"

La verdad, 13 de Diciembre de 1998

 

Ya cercana la Navidad, los textos bíblicos de este domingo (Is 35,1-6.10; Sant 5,7-10; Mt 11,2-11) nos introducen en el gozo de un tiempo nuevo en la historia de la humanidad, el del Mesías.

"El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría" (Is 35,1-6). Así comienza Isaías su canto de alegría en el tiempo de la restauración del pueblo de Judá al final del destierro de Babilonia en el siglo VI a. Cristo, cuando ya se vislumbra el horizonte de la liberación y del retorno a la tierra prometida. Es un momento vivido por el pueblo y por el profeta como tiempo de intervención salvífica de Dios. Cuando se aviva la esperanza del retorno se transfigura la situación dolorosa del destierro en tiempo de expectativa gozosa e inquietante, donde se respira la alegría no en virtud de lo que ha sucedido sino en virtud de lo que está por venir. La poesía del DeuteroIsaías, tal como se denomina al segundo autor del libro bíblico de Isaías, destila alegría y esperanza, proyectando la inminente transformación de la realidad social y política del pueblo de Dios en imágenes espléndidas de una naturaleza renovada y de una humanidad transfigurada, hasta el punto de que "se despegarán los ojos del ciego y los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo y la lengua del mudo cantará", porque el sufrimiento y la aflicción se alejarán, para abrir un camino de alegría radiante para la humanidad.

Estas palabras de Isaías han sostenido el aliento y la esperanza del pueblo de Israel a lo largo de toda su historia, a través del larguísimo exilio vivido por un pueblo cuya identidad social forzada ha sido predominantemente la diáspora y el destierro y cuya identidad espiritual dinámica ha sido la Palabra y la esperanza. De hecho, tras la época postexílica del judaísmo floreciente y de la sinagoga, época caracterizada por una gran actividad cultural y religiosa en convivencia más o menos conflictiva con los imperios políticos sucesivos de los que dependía, la historia de Israel está marcada desde el final del primer siglo de nuestra era por la dispersión, el exilio, la persecución y finalmente por el intento de aniquilación que ha supuesto el holocausto judío en los campos de exterminio del nazismo.

De la tradición judía bíblica, nos viene un hálito de alegría probada, pero siempre sostenida por una palabra, la de la esperanza de salvación que canta Isaías. Dice J. Cortázar que probablemente la esperanza es el único sentimiento que no es verdaderamente nuestro, porque pertenece a la vida, es la misma vida defendiéndose. Los creyentes vivimos la esperanza como una virtud teologal, como don de Dios. En el colmo de la paradoja, por estar sufriendo el desprecio al pueblo judío, el escritor judío y Premio Nobel de la Paz, Elie Wiesel, nos da el testimonio de la más profunda alegría espiritual cuyo origen es solamente Dios: "No hay mérito en danzar cuando todo marcha bien. Cuando las cosas marchan mal y ya no osamos alzar la cabeza, y parece que el enemigo triunfa, entonces, sí, se nos reclama que alabemos al Señor, fuente y culminación de todo éxtasis... Si nos falta la alegría, ¡hemos de crearla, hemos de extraerla de la nada! Que sea la ofrenda que hacemos a Dios: ¡Que sea Su fiesta, si no la nuestra".

Cualquier situación humana de opresión y marginación, de explotación y de exclusión, en la que los derechos más elementales del hombre sean conculcados es parecida a la situación de destierro, desprecio o aniquilación que ha vivido el pueblo de Israel. Hoy hacemos memoria especial de la Declaración Universal de los Derechos Humanos para solidarizarnos con todos aquellos hermanos y hermanas que todavía hoy sufren la injusticia de un mundo inhumano, donde los derechos humanos a la vida, a la libertad y a la dignidad están siendo pisoteados.

El Mesías Jesús, cuyo nacimiento histórico celebramos en Navidad y cuya venida última esperamos con alegría, se identifica ante Juan mediante sus obras, las cuales realizan lo que anunciaba Isaías: "Los ciegos ven, los cojos andan... y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia" (Mt 11,5). El que vino y el que viene no es un Mesías según las expectativas del adversario y recogidas en Mt 4,1-11. Jesús no es el Mesías del éxito fácil, de la espectacularidad, ni del poder, sino aquél cuyas obras y cuya palabra transforman al ser humano y las condiciones sociales de la humanidad, proclamando sobre todo la dicha y la alegría de los más pobres de esta tierra (Mt 5,3) no en razón de su situación presente, sino en virtud de que Dios está de su parte y sin duda cambiará el rumbo de su historia.

El Reino de Dios inaugurado por el Mesías, sin embargo, sufre violencia desde el primer momento de su anuncio. Juan, el precursor que lo anunció, está en la cárcel. Jesús pasará por la cruz. Y todos los vinculados a este Mesías, por ser víctimas de la injusticia humana o por la libre aceptación de su seguimiento comprometido, siguen sufriendo la violencia que la llegada del Reino de Dios comporta. Pero ¡Dichoso el que no se escandalice del proyecto mesiánico de Jesús!.

La esperanza en Él y en su palabra es fuente inagotable de la alegría verdadera. De la vida aprendemos que la espera de alguien querido es ya una fiesta pues el corazón humano se estremece y se ilusiona acariciando la presencia cercana de un amor. Esperar a alguien es ya una gozada, porque es anticipar el encuentro. Ponerse en camino es estar llegando y esperar es estar vibrando, de modo que la alegría es el espíritu propio de la espera, es el gozo contenido cuyas chispas brillarán en lágrimas de emoción. Pero sólo habrá alegría auténtica si a quien esperamos es al que se acerca a los pobres anunciando la Buena Noticia y rehabilitando a los marginados y desheredados de esta tierra.