Ya
cercana la Navidad, los textos bíblicos de este domingo (Is 35,1-6.10; Sant 5,7-10; Mt
11,2-11) nos introducen en el gozo de un tiempo nuevo en la historia de la humanidad, el
del Mesías.
"El
desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como
flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría" (Is 35,1-6). Así comienza Isaías
su canto de alegría en el tiempo de la restauración del pueblo de Judá al final del
destierro de Babilonia en el siglo VI a. Cristo, cuando ya se vislumbra el horizonte de la
liberación y del retorno a la tierra prometida. Es un momento vivido por el pueblo y por
el profeta como tiempo de intervención salvífica de Dios. Cuando se aviva la esperanza
del retorno se transfigura la situación dolorosa del destierro en tiempo de expectativa
gozosa e inquietante, donde se respira la alegría no en virtud de lo que ha sucedido sino
en virtud de lo que está por venir. La poesía del DeuteroIsaías, tal como se denomina
al segundo autor del libro bíblico de Isaías, destila alegría y esperanza, proyectando
la inminente transformación de la realidad social y política del pueblo de Dios en
imágenes espléndidas de una naturaleza renovada y de una humanidad transfigurada, hasta
el punto de que "se despegarán los ojos del ciego y los oídos del sordo se
abrirán, saltará como un ciervo el cojo y la lengua del mudo cantará", porque el
sufrimiento y la aflicción se alejarán, para abrir un camino de alegría radiante para
la humanidad.
Estas
palabras de Isaías han sostenido el aliento y la esperanza del pueblo de Israel a lo
largo de toda su historia, a través del larguísimo exilio vivido por un pueblo cuya
identidad social forzada ha sido predominantemente la diáspora y el destierro y cuya
identidad espiritual dinámica ha sido la Palabra y la esperanza. De hecho, tras la época
postexílica del judaísmo floreciente y de la sinagoga, época caracterizada por una gran
actividad cultural y religiosa en convivencia más o menos conflictiva con los imperios
políticos sucesivos de los que dependía, la historia de Israel está marcada desde el
final del primer siglo de nuestra era por la dispersión, el exilio, la persecución y
finalmente por el intento de aniquilación que ha supuesto el holocausto judío en los
campos de exterminio del nazismo.
De
la tradición judía bíblica, nos viene un hálito de alegría probada, pero siempre
sostenida por una palabra, la de la esperanza de salvación que canta Isaías. Dice J.
Cortázar que probablemente la esperanza es el único sentimiento que no es verdaderamente
nuestro, porque pertenece a la vida, es la misma vida defendiéndose. Los creyentes
vivimos la esperanza como una virtud teologal, como don de Dios. En el colmo de la
paradoja, por estar sufriendo el desprecio al pueblo judío, el escritor judío y Premio
Nobel de la Paz, Elie Wiesel, nos da el testimonio de la más profunda alegría espiritual
cuyo origen es solamente Dios: "No hay mérito en danzar cuando todo marcha bien.
Cuando las cosas marchan mal y ya no osamos alzar la cabeza, y parece que el enemigo
triunfa, entonces, sí, se nos reclama que alabemos al Señor, fuente y culminación de
todo éxtasis... Si nos falta la alegría, ¡hemos de crearla, hemos de extraerla de la
nada! Que sea la ofrenda que hacemos a Dios: ¡Que sea Su fiesta, si no la nuestra".
Cualquier
situación humana de opresión y marginación, de explotación y de exclusión, en la que
los derechos más elementales del hombre sean conculcados es parecida a la situación de
destierro, desprecio o aniquilación que ha vivido el pueblo de Israel. Hoy hacemos
memoria especial de la Declaración Universal de los Derechos Humanos para solidarizarnos
con todos aquellos hermanos y hermanas que todavía hoy sufren la injusticia de un mundo
inhumano, donde los derechos humanos a la vida, a la libertad y a la dignidad están
siendo pisoteados.
El
Mesías Jesús, cuyo nacimiento histórico celebramos en Navidad y cuya venida última
esperamos con alegría, se identifica ante Juan mediante sus obras, las cuales realizan lo
que anunciaba Isaías: "Los ciegos ven, los cojos andan... y a los pobres se les
anuncia la Buena Noticia" (Mt 11,5). El que vino y el que viene no es un Mesías
según las expectativas del adversario y recogidas en Mt 4,1-11. Jesús no es el Mesías
del éxito fácil, de la espectacularidad, ni del poder, sino aquél cuyas obras y cuya
palabra transforman al ser humano y las condiciones sociales de la humanidad, proclamando
sobre todo la dicha y la alegría de los más pobres de esta tierra (Mt 5,3) no en razón
de su situación presente, sino en virtud de que Dios está de su parte y sin duda
cambiará el rumbo de su historia.
El
Reino de Dios inaugurado por el Mesías, sin embargo, sufre violencia desde el primer
momento de su anuncio. Juan, el precursor que lo anunció, está en la cárcel. Jesús
pasará por la cruz. Y todos los vinculados a este Mesías, por ser víctimas de la
injusticia humana o por la libre aceptación de su seguimiento comprometido, siguen
sufriendo la violencia que la llegada del Reino de Dios comporta. Pero ¡Dichoso el que no
se escandalice del proyecto mesiánico de Jesús!.
La
esperanza en Él y en su palabra es fuente inagotable de la alegría verdadera. De la vida
aprendemos que la espera de alguien querido es ya una fiesta pues el corazón humano se
estremece y se ilusiona acariciando la presencia cercana de un amor. Esperar a alguien es
ya una gozada, porque es anticipar el encuentro. Ponerse en camino es estar llegando y
esperar es estar vibrando, de modo que la alegría es el espíritu propio de la espera, es
el gozo contenido cuyas chispas brillarán en lágrimas de emoción. Pero sólo habrá
alegría auténtica si a quien esperamos es al que se acerca a los pobres anunciando la
Buena Noticia y rehabilitando a los marginados y desheredados de esta tierra.