"La parábola de la gran alegría"
La Verdad, 21 de Marzo de 2004

 

Una de las páginas más hermosas del Evangelio es esa historia añeja y siempre nueva que conocemos como la parábola del hijo pródigo (Lc 15,1-2.11-32). “Un hombre tenía dos hijos”, el menor reclamó su parte de la herencia y se marchó lejos, malgastó sus bienes y cayó en desgracia hasta que, recapacitando, decidió volver a casa de su padre. “Estando él todavía lejos, lo vio su padre y se conmocionó y, corriendo, lo abrazó por el cuello, y lo besó”. El padre hizo entonces la mejor de las fiestas para celebrar el retorno de aquel hijo. El hijo mayor, que vivía con el padre, se disgustó con el padre por haber festejado más la vuelta del pequeño que su presencia permanente en la casa del padre. Pero el padre le explicó: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Había que hacer fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y revivió, y estaba perdido y se le encontró”.

Ojalá que este resumen no sustituya la lectura atenta y reposada de esta joya del evangelio. El hijo menor es el prototipo de los publicanos y pecadores, de los alejados de Dios y de los extraviados, de los marginados y excluidos, de la humanidad errante en su anhelo emancipatorio. El mayor encarna el talante de los fariseos y de los letrados de la época de Jesús, de aquellas personas que, a pesar de pasarse la vida frecuentando y hasta dirigiendo la casa de Dios, no han experimentado la alegría de su encuentro, son los que andan merodeando la casa del padre, pero engreídos y satisfechos de sí mismos y de cumplir con lo mandado, están realmente más lejos de él que los primeros. Ninguno de los dos hijos experimentaba la alegría de estar y vivir con el padre. La mayor diferencia entre el hijo menor y el mayor no radica en la cercanía física respecto al padre, sino en la conciencia de lo que significa ser y vivir como hijo y como hermano. Es esa conciencia la que posibilita el retorno a la vida, al encuentro y al hogar del hijo menor, mientras que su carencia en el mayor le impide disfrutar de la gratuidad del amor del padre a pesar de su cercanía. 

El padre es la imagen viva del Dios amor que Jesús de Nazaret nos ha revelado. Es padre de los dos y con los dos se comporta en todo momento como tal. Respetando la libertad del primero, lamenta su extravío y anhela su vuelta, esperándolo cada día. El amor paciente y dolorido del padre se torna apasionado y feliz al ver de nuevo el retorno voluntario de su hijo. El amor del padre que perdona se expresa en la serie de verbos que muestran su grandeza. Una conmoción entrañable le impulsa a correr hacia el hijo perdido, a abrazarse a su cuello y a besarlo. Es el amor en acción, el amor indebido y gratuito que sale al encuentro de la libertad del hijo y lleva consigo la rehabilitación del hijo menor, que pasa a ser una criatura nueva. Y ése es el motivo de la gran alegría. Por ello hay que hacer fiesta grande. Pero esto no es posible sin un movimiento libre del hijo que reconoce la verdad de su culpa. Para tener la alegría de la rehabilitación se requiere la osadía de pedir perdón, un perdón que, de parte de Dios, está garantizado de antemano por medio de Jesús. Para hacer fiesta y poder experimentar la más profunda alegría que nos permite vivir como criaturas nuevas se requiere pues, pedir perdón, sentir de cerca al Padre y la fuerza entrañable de su amor y restablecer la fraternidad entre los seres humanos. Asimismo el padre muestra su cariño hacia el hijo mayor queriendo liberarlo de su obcecación para percibir la gratuidad del amor que él le está brindando continuamente, e invitándolo a participar de la fiesta del encuentro con el hermano perdido, de su habilitación y de su nueva vida.

 

José Cervantes Gabarrón,
sacerdote y profesor de Sagrada Escritura,
director de la revista "Reseña Bíblica"