Durante esta semana se está celebrando la Campaña contra el Hambre en
el mundo. La organización eclesial, Manos Unidas, realiza múltiples actividades
públicas con el fin de sensibilizar a la ciudadanía de los países enriquecidos
sobre el problema principal y mayoritario de la población del planeta, el hambre
en el mundo. Cuando la cifra de las víctimas de esta plaga que golpea a la
humanidad asciende a millones de personas, que mueren cada año, y su muerte se
produce como consecuencia del desigual reparto de la riqueza, de la posesión
acaparadora de los medios de producción por parte de unos pocos y de la
explotación injusta de los recursos de la tierra inherente al sistema económico
capitalista, entonces sí que estamos encontrándonos con los resultados de una
verdadera arma de destrucción masiva que ningún poder hegemónico del mundo
quiere indagar en serio, ni cuestionar en lo profundo.
James Morris, Director del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas,
denunciaba recientemente que cerca de 800 millones de personas, de las cuales
300 son niños, sufren hambre crónica y más del doble de esa cifra padece
malnutrición. Más de la mitad de las muertes de niños menores de cinco años está
provocada por la falta de alimentos o la malnutrición. Pero estas muertes no se
producen por falta de recursos, no son atribuibles a "causas naturales". Existen
suficientes recursos para alimentar adecuadamente a toda la humanidad, ya que se
produce de modo global el 150% de las necesidades proteínicas. El hambre en el
mundo es la consecuencia directa de las políticas económicas. Se puede decir que
«los alimentos tienen un valor estratégico y los mercados alimentarios son un
arma de destrucción masiva» (Nicholson). En la actualidad el comercio mundial se
sigue realizando bajo unas condiciones que sólo favorecen a los países ricos y a
las grandes multinacionales agroalimentarias. La Organización Mundial del
Comercio, sometida al dictado de los grandes y convertida en adalid de las
políticas neoliberales, pretende asegurar el crecimiento y el uso óptimo de los
recursos por medio de liberalizaciones asimétricas que fracasan estrepitosamente
a la hora de garantizar unos mínimos de existencia digna a las poblaciones de
los países empobrecidos.
«El capitalismo consiste en un estado de guerra permanente en el que el
hambre triunfa sin tregua sobre el hombre» (Alba Rico). Es una verdad
escandalosa la afirmación de Jon Sobrino cuando dice que la pobreza es la forma
de violencia más duradera y es también la violencia que se comete con mayor
impunidad, pues si bien ante holocaustos, masacres y genocidios hay tribunales
internacionales de justicia, no los hay, sin embargo, ante la crucifixión del
continente latinoamericano o ante el expolio del continente africano. Con
Ignacio Ellacuría se puede hablar de los “pueblos crucificados” para denunciar
la pobreza estructural, generadora de hambre, de miseria y de muerte que
aniquila a países enteros y a grandes masas de población en el Tercer Mundo.
¿A qué tribunal se puede pedir cuentas de los cuarenta
millones de seres humanos que anualmente mueren de hambre o de enfermedades
relacionadas con el hambre? Cuando todo esto está sucediendo me pregunto si no
es una ironía oír discursos grandilocuentes en defensa de la libertad, de la
seguridad, de la vida y de la compasión, en los primeros foros políticos de las
sociedades opulentas del sistema capitalista. No olvidemos que en la
comparecencia ante el Hijo del Hombre todos oiremos: “…porque tuve hambre y no
me disteis de comer”.