El pasado día 20 de Julio fue mi
aniversario de ordenación sacerdotal. Era domingo, al empezar el día celebré la
primera misa en un barrio de la parroquia Hombres Nuevos en la periferia de la
ciudad de Santa Cruz de la Sierra en Bolivia.
Nada más acabar la misa una niña
de doce años me dijo que fuera a su casa para bendecir a su sobrinito de ocho
meses que había fallecido. Aquí no se hacen entierros en la iglesia. Solamente
se va a la casa para rezar con la gente. Cuando llegué el panorama era
desolador. Jamás he visto la muerte tan viva. Aquí se lucha contra la muerte
cuerpo a cuerpo. Pero paradójicamente, al mismo tiempo, la muerte es tan natural
que se convive con ella como si nada sucediera. Yo más bien me inclino a pensar
que estas gentes están tan cerca de la muerte que no tienen ansias ni para
apreciar una vida digna, humana y libre. Son tantas las ataduras y cadenas que
oprimen a esta gente que sus condiciones de vida han asimilado la muerte no ya
como ruptura de la vida sino como continuidad de ese tipo de vida. Creo que por
ellos, “por tantos vivos muriendo, por los muertos a la espera”, tiene que haber
resurrección.
Al entrar en el recinto de la
casa, a la puerta, había varios niños pequeños jugando, al lado de dos jóvenes
que hacían un pequeño ataúd de madera vieja para el muertecito. Adentro, en la
única estancia de la casa, sobre una mesita, con un trapo blanco, dos velas y un
par de estampas, yacía el cuerpo de la criatura, envuelto en ropas blancas. Al
lado, la abuela cocinaba unos frijoles en una hornilla de gas. Allí mismo un
joven dormía vestido en una cama vieja. Tres mujeres jóvenes con bebés en sus
brazos acompañaban la escena de velorio. Hice una oración y bendije el cadáver y
a los presentes con agua bendita.
Allí sólo salieron un par de
lágrimas de los ojos de la tía de doce años, que había cuidado al niño y de la
madre de la criatura, una chica de unos catorce años, abandonada por el padre de
la criatura desde antes que éste naciera. Sólo ellas gemían, sin fuerzas ni
siquiera para llorar. Los que gimen son los que sufriendo un dolor desgarrador
apenas pueden expresarlo porque su fuente lacrimal está seca y su sentido de la
vida está por los suelos. Me dijeron que el niño había muerto de un lunar que
tenía en la espalda. Lo había visto una vez el médico, pero nadie me supo dar
una razón médica creíble de su muerte. Aquí hay muchos niños que mueren por una
simple diarrea y por la falta de recursos elementales de sus madres para
atenderla. Están tan acostumbrados a la muerte que la mayor parte de los niños
no tienen nombre hasta pasado el primer año. Durante el primer año se les llama
simplemente "bebés", porque la gente no sabe si saldrán adelante. La muerte se
hacía presente en el niño, en las caras de la gente, en la miseria de todos los
rincones de la casa, en las formas de vida de esos seres humanos y en las causas
que generan esas condiciones de vida moribunda o de muerte adelantada.
Yo hice lo que pude, recé al
Dios de la vida por ellos, los acompañé en el sufrimiento, me rebelé
interiormente contra todo este sistema de injusticia, les intenté dar una
palabra de aliento y de consuelo y me vine andando a casa por las largas calles
de arena desértica de este barrio con la sensación de ir caminando más por un
estercolero sucio y maloliente, que por una calle de las muchas que forman este
conjunto del Plan 3000, donde viven y sobreviven unas 200.000 personas.
Con esa tensión que genera la
lucha en la esperanza contra toda esperanza, pero con la certeza y la dicha de
haberme hecho cura para entregarme especialmente a esta causa, seguí celebrando,
en el día de mi ordenación, la vida, la lucha, la rebeldía, el amor solidario y
la esperanza.